Análisis de Prince of Persia: The Lost Crown – El príncipe reclama su corona

Cuando se habla de Prince of Persia siempre recuerdo aquel ‘Making Of’ en el que Jordan Mechner grababa a su hermano dando saltos y volteretas para implementar sus movimientos al videojuego por medio de la tecnología de la rotoscopia. Una metodología y un estilo que inspiraron al sector, como también lo hizo de alguna forma la trilogía iniciada con Prince of Persia: Las Arenas del tiempo, que apostaba por una aventura tridimensional que supo impregnarse de carisma gracias a habilidades como las de retroceder en el tiempo para evitar caer a un abismo repleto de pinchos. Su éxito fue tal que hasta llegó a los cines (con una cinta de dudosa calidad, eso sí), pero tras esto, casi como si de una momia se tratase, la saga ha estado esperando su oportunidad cerca de tres lustros. Hasta ahora, que regresa con más fuerza que nunca, continuando con un legado de más de treinta años, donde siempre han presumido de sus orígenes sin renunciar a evolucionar en otros estilos que encajen con su filosofía, sin encorsetarse en una única forma de hacer las cosas.

Prince of Persia: The Lost Crown es la representación perfecta de todo esto. Su concepción puede recordarnos a esos juegos clásicos con los que la marca dio sus primeros pasos, con acción y aventura de scroll lateral en la que acabar con enemigos y saltar obstáculos por igual. Pero pronto vemos que va mucho más allá, en buena medida porque, acertadamente, se inspira en la filosofía de los metroidvania actuales, con mimbres para modernizar tanto dicho subgénero como las aventuras de un corte similar al estilo de la creada por Mechner en 1989. Una apuesta valiente, que sorprende porque tal vez todos podríamos esperar que Ubisoft hubiera apostado para este regreso por llevar Prince of Persia a un mundo abierto repleto de indicadores, con cientos de misiones secundarias y con contenido recortado para venderse en DLC. Y ocurre justo lo contrario: han apostado por un enfoque quizás menos carismático y comercial, en el que rechazan absolutamente todos los puntos por los que tanto se ha criticado (y con razón) a la compañía francesa. Tal vez no venderán tanto ni generarán tantos beneficios, pero, gracias a esta decisión, han firmado uno de sus juegos más redondos de los últimos años.

En esta ocasión encarnamos a Sargon, un miembro de Los Siete Inmortales, grupo que destaca por sus capacidades de combate y su entrega a la protección de la Ciudadela. Un sino que lleva al protagonista a perseguir a los secuestradores del Príncipe Ghassan, quienes le llevan al Monte Qaf, un lugar que destaca por estar envuelto en una particular maldición. Si bien la historia no es el elemento más destacado de la obra, consigue acompañar (junto con el carisma de Sargon, que va in crescendo a medida que pasan las horas) y mantener el interés en todo momento gracias a un par de sorprendentes giros de guion. Casi es por sacarle alguna pequeña pega a un juego en el que todo lo demás brilla a un nivel notable, porque un príncipe secuestrado puede esperar si nos encontramos un nuevo camino a explorar o descubrimos un lugar al que antes no podíamos acceder, y porque da gusto perderse por los distintos biomas, utilizando como telón de fondo la mitología persa con un espléndido y colorido apartado artístico que dota a la obra de una personalidad desbordante.

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