Avance de Fire Emblem Engage

Uno de los eternos dilemas del mercado móvil, y diría que el que más ha alimentado su declive desde el prometedor nuevo espacio de hace una década al infierno de shovelware que conocemos hoy, es la patata caliente de la monetización. Y los motivos, me temo, son sencillos de comprender: enfrentados al descenso en picado del valor percibido de literalmente millones de puzles de gemas y juegos de decorar casitas, los peces gordos que se acercaron a pescar en estas nuevas aguas toparon de bruces con un nuevo baremo de precios muy distinto al que conocían; una nueva vara de medir en la que cobrar cinco euros por un juego, el que fuese, bordeaba lo abusivo, y pasar de diez se entendía directamente como una obscenidad. Es un cambio de paradigma difícil de estomagar cuando tu modelo de negocio se basa en experiencias premium que cuestan setenta pavos, y así las cosas quedaban solo dos soluciones: hacer oídos sordos y suicidarte, como hizo Square con sus JRPG originales y ambiciosísimos que bordeaban los veinte euros, o comprometer el diseño de esos mismos productos para que la primera sea gratis. El resultado lo conocemos todos: juegos que te interrumpen, que te molestan, que ponen el micropago bien alto en su documento de diseño y relegan la diversión a un mero efecto colateral. Gracias a Dios el mercado de las portátiles dedicadas ha aguantado como cortafuegos de todo esto, y creo que no se lo agradecemos lo suficiente. A Dios, o a Iwata, que para el caso es lo mismo.

Y todo esto os lo cuento porque Fire Emblem Engage es un juego de portátil, uno de esos que se vende en una caja bajo una etiqueta de precio bien respetable, y por lo tanto no debería tener la necesidad de caer en según qué jugarretas. Y no lo hace, de nuevo, gracias a Dios. Pero a veces parece que le moleste.

Pero calma, porque no estoy hablando de micropagos, ni de pases de batalla, ni de cosméticos premium ni de ninguna otra manifestación imaginable del pay to win: Fire Emblem Engage no te cobra por nada, pero transmite la sensación de querer hacerlo, o por lo menos se apropia de la estructura y las formas de los productos que realmente van a por tu cartera como si encerrasen por sí mismos algún tipo de valor además del de hacerte pasar por caja. Solo así, como fruto de alguna alucinada fascinación por la estética de las tragaperras, se explican por ejemplo sus coqueteos con el gacha, quizá la forma más efectiva de vender humo que ha encontrado la humanidad. No es solo el concepto de los emblemas, esa colección de espíritus recalentados de entre los protagonistas de anteriores entregas que nos acompañarán en nuestra aventura y que se lo ponen muy difícil a la coherencia interna de una narración que hace aguas por primera vez en la serie; son aún peor los anillos, una suerte de gacha dentro del gacha que permite forjar literalmente decenas de joyas de menor relevancia que las que encierran a Marth o a Sigurd y enlazarlas a espíritus menores que aportan tímidos buffs de estadísticas y poco más. Todo en su presentación, en su concepto mismo, en el premeditado festival pirotécnico que acompaña a cada forja recuerda intencionalmente al free to play promedio (o a la apertura de sobres de un Fifa, ya que sacamos el tema), y si alguien cree que exagero, un detalle: la opción que permite forjarlos de diez en diez para maximizar las probabilidades de que caiga uno de calidad S.

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