He rebajado mi último tiempo en el segundo sector del circuito de Suzuka, tras trazar perfectamente la curva Degner, pero el cabrón sigue ahí detrás. Puedo verlo por el retrovisor, sin duda maquinando en qué momento atacar, pero ahora mismo no es eso lo que más me preocupa. El HUD marca que los neumáticos blandos están ardiendo y desgastándose rápidamente. Y, paralelamente, no quito ojo del radar metereológico a la derecha de la pantalla, porque ese cielo encapotado no presagia nada bueno. Si empieza a llover, lo más probable es que mi GT-R Nismo acabe derrapando sin control en la curva doce y pierda la posición. Quedan dos vueltas. El maldito Audi R8 no da tregua. Una vuelta. El coche no se agarra demasiado bien al asfalto, pero puede aguantar hasta el final. Por favor, que no llueva. Acelero a fondo en la vertiginosa recta de ochocientos cincuenta metros tras la curva catorce. Hago la chicane Casio perfecta. Línea de meta. La cruzo en primer lugar, menos de un segundo por delante del Audi.
Resoplo aliviado. Ha sido emocionante. Incluso un poco épico, me atrevería a decir. Ha sido otra carrera más en Gran Turismo 7.