Tras jugar un buen puñado de horas a Ori and the Will of the Wisps, la secuela del suntuoso metroidvania de Moon Studios publicado en 2015, resulta evidente que muchas cosas han cambiado. Es más grande, más profundo e incluso más fastuoso, pero hay algo que se mantiene exactamente igual: sigue siendo un videojuego capaz de hacerme llorar en sus primeros cinco minutos.
Ori and the Blind Forest lo logró la primera vez con el destino de Naru, un personaje representado con tanto cariño que resultaba imposible que no te recordara a un ser querido. En esta ocasión todo gira alrededor de Ku, el búho que nacía durante el clímax de Blind Forest y que pronto queda claro que sufre una discapacidad, una con la que tratará de ayudarle su familia adoptiva.
Es una secuencia de introducción en la que no se pronuncia ni una sola palabra, pero que está repleta de humanidad, afecto y esa cálida emoción que te produce ver cómo la gente se une y saca lo mejor de sí misma para enfrentarse a la adversidad. No puedo imaginarme ningún videojuego que vaya a emocionarme tanto este año, y a juzgar por su inicio Will of the Wisps va a ser tan maravilloso como su predecesor.