Desde tiempos inmemoriales, o más concretamente desde que Tales of Symphonia irrumpiera en pleno 2003 poniendo patas arriba el catálogo de RPGs de Gamecube y catapultando la popularidad de la franquicia fuera de Japón, el fandom de la saga de Namco se ha dividido en su east coast vs west coast particular: de un lado los fans del Team Destiny, y del otro los partidarios del Team Symphonia. Los orígenes del cisma entre ambos equipos de desarrollo son complejos y quizá no tenga sentido profundizar aquí en ellos, pero basta decir que es una bicefalia que acompañó no solo a la aventura de Lloyd, Kratos y demás familia sino al salto de la franquicia al 3D, y que también supone un enfrentamiento entre dos maneras de ver la saga. Entre el tradicionalismo y la modernidad, por supuesto, pero también entre el foco más narrativo de un Team Symphonia que manufacturaba JRPGs épicos y emocionales (Symphonia, Abyss, Vesperia) confiando en un sistema de combate más simplificado y casual, y la profundidad mecánica de un Team Destiny anclado en las dos dimensiones (Destiny 1 y 2, Eternia, Rebirth) y en cuyos juegos no tiene cabida limitarse a machacar botones. El argumento o el gameplay, un debate tan antiguo como el propio género en el que, en lo personal, siempre tuve las prioridades claras. Por eso siempre me había caído gordo Tales of Graces. También le tenía manía a Notorious Big.