Por fin hemos jugado a Assassin’s Creed Shadows. Lo hemos hecho durante cerca de cuatro horas, arrancando desde el principio, experimentando de primera mano las historias de origen de ambos personajes protagonistas y saltando en el tiempo más adelante hasta una misión posterior, la busca y captura de un objetivo infiltrado en la nobleza nipona que implicó la colaboración entre ambos y sacarle partido las habilidades avanzadas que ofrecen en torno al nivel veintitantos. Es una partida de una duración apenas testimonial comparada con la escala que se le adivina al juego, pero suficiente para despejar un montón de dudas y hacerse una idea diría que bastante certera de lo que ofrece el Assassin’s Creed más esperado de todos los tiempos. Han sido meses de incertidumbre a raíz de ese par de retrasos que hoy, a la vista del nivel de pulido del que por fin puede presumir un juego de esta franquicia, parecen completamente justificados; han sido también años de desarrollo, y sobre todo han sido décadas de ilusión y de esperanza alimentando a una base de fans que siempre soñó, y con razón, que una saga sobre corretear por tejados y rajar gargantas en silencio desde las sombras tenía que pasar por Japón. Y en ese sentido tengo buenas y malas noticias: el juego es lo que estábamos esperando. Exactamente lo que estábamos esperando.