Análisis de Super Mario 3D All-Stars – Una recopilación perezosa pero aun así muy difícil de rechazar

En una de las escenas más divertidas de una de las series de moda, una que también juega a recuperar cierta trilogía legendaria con más brío y más mimo del que Nintendo ha mostrado aquí, el maestro de un grupete de karatekas adolescentes alecciona a sus pupilos con la dureza que uno espera del dojo más macarra del valle. Los chicos, un puñado de inadaptados que han encontrado en las patadas voladoras y los kimonos cantosos el billete para escalar posiciones en el implacable escalafón social de un instituto californiano, comienzan a tomarse las lecciones a chufla tras hacer un gran papel en el campeonato local, y el sensei decide cortar por lo sano. En fila de a uno y con los nudillos gastados por las flexiones el grupo aguanta el chaparrón como puede, y tras el esperable discurso sobre los ganadores, los perdedores y toda esa porquería que obsesiona a los americanos llega la metáfora; una metáfora tan contundente y tan excesiva como uno espera de este tipo de fantasías de artes marciales, encarnada en una enorme hormigonera rebosante de cemento recién mezclado. Una hormigonera que los chavales deberán hacer girar desde dentro, con sus propias manos, porque ganar una sola vez no sirve. Porque el cemento que deja de girar se estanca, se muere, se convierte en piedra y se pierde. Porque los verdaderos campeones no pueden permitirse parar.

Resulta sencillo perder la motivación cuando se está tan solo en la cima, una situación que en absoluto pilla de nuevas al que es en esencia el icono más reconocible de la historia del videojuego. Si Mario sigue siendo el rey, si cada entrega de la franquicia madre sacude como lo hace los cimientos de una industria que jamás ha sabido seguirle el ritmo, es precisamente por negarse a bajar los brazos, por conservar intactas todo el hambre y toda la creatividad que lo convirtió en un icono, y sobre todo por haber sabido convertir esa alarmante ausencia de competidores en otra fuente de motivación: la lucha contra sí mismo. Cada nuevo Mario es a la vez una base sobre la que construir y una barrera a pulverizar, y es ese movimiento constante y esa hormigonera girando sin una sola entrega de respiro la que nos regaló Super Mario Galaxy. Si decido torcer un poquito las reglas y comenzar así, por el final, es porque estoy sinceramente impactado. Super Mario Galaxy era, es y seguirá siendo cada vez que decidamos revisitarlo la cumbre de esa forma de arte que tiene que ver con control, mecánicas y diversión; Super Mario Galaxy es la razón por la que se inventaron los videojuegos.

De hecho he de reconocer que en ocasiones simplemente me supera. Quizá lo recordaba menos exuberante, menos excesivo, quizá asumiera que el tiempo habría hecho mella en su capacidad para sorprender o quizá la relativa mediocridad en lo creativo que arrastramos desde hace años amplifique el impacto de algo como esto, pero el asunto es que con cierta frecuencia tengo que dejar de jugar y tomar aliento. Aproximarse a algo así con mentalidad analítica, intentando desmenuzar cada mecánica y comprender por qué todo funciona como lo hace solo puede resultar en la sobrecarga, porque todo es demasiado inteligente, está demasiado pulido, es demasiado perfecto. Tanto es así que puestos a destacar una sola cosa (de lo contrario este texto se convertiría en una interminable carta de amor) por fuerza debo quedarme con su manera de hilvanarlo todo, porque si de algo puede seguir presumiendo Super Mario Galaxy es de su indescriptible sentido del ritmo.

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