La anécdota familiar por excelencia de mi infancia, creo, es la de cuando aprendí a ir a bici sin ruedines. La pequeña Paula, que a los seis o siete años ya tenía más o menos el mismo carácter que ahora, insistió en hacerlo sin ayuda. Cogía la bici, avanzaba un poco, perdía el equilibrio, me caía y, cuando tocaba el suelo me invadía la rabia. Mis fuentes aseguran que maldecía en voz baja y me iba, puñitos apretados, al interior de la casa del pueblo, jurando que nunca jamás iba a volver a intentarlo. Era mentira, claro: un minuto después, me picaba el gusanillo – ¡había estado tan cerca! – y volvía a probar de nuevo. Esto sucedió un número indeterminado de veces, todas ellas con el mismo patrón: probar, caer, gruñir, hacer amago de abandonar y, acto seguido, dar otro intento. Al final, una fue la buena, la definitiva: le encontré el punto a lo que estaba haciendo, y ya no tuve que volver a planteármelo. Recorrer las calles de mi lugar de veraneo subida en esas dos ruedas se convirtió, para mí, tan natural como el respirar.
Que Lonely Mountains me evoque, constantemente, a mi primer acercamiento a la bicicleta como medio de transporte y recreo es la más mundana de sus virtudes, pero una que me parece especialmente valiosa. En este juego, y tal y como su título, muy descriptivamente, nos indica, somos un ciclista descendiendo una colina. Armados únicamente con nuestra bici y nuestro casco – siempre hay que protegerse, claro – recorremos cada uno de sus niveles, desde el punto de partida hasta el final del recorrido, generalmente en una esquina de la ladera del monte. Los controles son tan sencillos como la premisa: aceleramos con el gatillo derecho, frenamos con el izquierdo y esprintamos durante un tiempo limitado con el botón A.
Los primeros instantes son sencillos, pero el juego muestra enseguida sus verdaderas cartas. Cuando, confiados por la estética amable y el ambiente relajado que nos ofrece el título, tomemos un giro o bajemos una cuesta de una manera un poco descuidada, perderemos el control del vehículo y nos caeremos, forzándonos a volver al último punto de control. Las «muertes», o «accidentes», como los llama el juego, de Lonely Mountains: Downhill son estrepitosas, dignas de un montaje de recopilación de vídeos de fracasos estrepitosos de YouTube y curiosamente reminiscentes de aquel auge del juego Happy Wheels hace ya un buen puñado de años. Aunque en las opciones del menú podemos desactivar la aparición de sangre para hacer las caídas menos escandalosas, creo que merece la pena dejarlo activado por el contraste que supone con el tono general del juego.