Siempre me ha parecido que las historias más terroríficas son aquellas que ahondan en lo más profundo de la naturaleza humana y sacan a relucir los temores y miedos internos de un personaje con tal contundencia que pueden llegar a resonar como propios. Las que abordan los delirios y conflictos individuales y consiguen que reflexiones sobre los límites reales de su alcance y dominio en cada uno de nosotros. ¿Sería yo capaz de volverme loco? ¿Podría destruir lo que más quiero? ¿Pueden las circunstancias ajenas, la desesperación fruto de un suceso trágico, por ejemplo, trastornar a la persona más cuerda? ¿Es tan fino el hilo sobre el que mantenemos el equilibrio psicológico y emocional que cualquier vaivén puede hacernos caer al vacío? Es mucho más complejo que todo esto.
Algunos de los miedos más aterradores son los que surgen en aquellos lugares en los que deberíamos sentirnos protegidos con las personas que más deberían amarnos, los miedos que amedrentan la propia razón de ser de un niño y engarrotan y se arraigan a su mente cuando vuelve a darse cuenta de que papá (de que mamá) ha vuelto a beber demasiado, porque parecen contrarios a la naturaleza. Son propios y ajenos, miedos adquiridos; la desesperación de un adulto, en este caso, que culmina siempre con una botella vacía en una mano fruto del enésimo intento inútil de apaciguar una profunda frustración que termina llevándose por delante la inocencia del que siempre sufre las consecuencias. Ese miedo llega demasiado pronto. ¿Puede eso volverte loco?
Depende de lo que entendamos por locura. En Infliction un hombre vuelve a casa en mitad de la noche para recoger los billetes de avión que su querida mujer ha olvidado. Por desgracia ella, precavida quizá en exceso, los guarda bajo llave en su estudio, y nos toca a nosotros dar un rutinario paseo por la casa para encontrar el código necesario porque al parecer somos un poco desastre. Y ahí empiezan a suceder cosas extrañas. Las notas, los recuerdos y los audios que vamos encontrando van volviéndose cada vez más perturbadores y empiezan a modificar la realidad para meternos de lleno en una pesadilla que el protagonista parecía haber evitado hasta ahora, y el dolor se materializa en un ente que le acecha y que se conoce esos rincones tan bien como él. La pesadilla juega con la casa y nos arrastra por distintos escenarios que nos cuentan la historia oculta de la que el protagonista no es consciente mediante objetivos dirigidos a salvar a su familia, y que marcan las casillas de los juegos del género con exploración de escenarios en los que debemos evitar a cierto espíritu vengativo o a personificaciones del horror mientras recogemos objetos clave. Para facilitarnos el trabajo y el viaje entre estas dos realidades nos equipamos con una cámara Polaroid que nos permite ver lo que no podemos ver con el ojo desnudo (normalmente los típicos escritos en la pared con sangre que nos ayudan a completar un puzle), y que de paso sirve para ahuyentar a ese espíritu con su flash.