Análisis de la primera parte del Pase de Expansión de Pokémon Espada y Escudo

No estoy segura de que haya muchas franquicias que lleven el concepto de DLC tan dentro de su propio ADN como la saga Pokémon. Tras el bombazo inicial de Pokémon Rojo y Azul (1998) Game Freak entendió el filón que las criaturillas coleccionables suponían para los jugadores, y se apresuró a sacar Pokémon Amarillo (2000). El juego, que ya de por sí llamaba suficientemente la atención por tener al Pokémon más popular y mascota de la serie en su portada, añadía además un puñado de contenido nuevo a las entregas anteriores. La base era la misma, pero mejorada. Había múltiples cambios de historia para adaptarse a la trama del anime, y la diferencia más notable era que, en lugar de empezar escogiendo nuestro Pokémon inicial, recibíamos un Pikachu al principio del juego que correteaba a las espaldas de nuestro personaje durante toda la partida y con quien podíamos interactuar para comprobar su estado de ánimo.

Desde entonces, Pokémon y Game Freak han optado siempre, al menos en las entregas principales de la serie, por plantear los lanzamientos de sus títulos no como algo definitivo, sino como algo susceptible de mejora en algún momento posterior. Pokémon Oro y Plata (2000) vivieron una segunda vida en Pokémon Cristal (2001), un título que ampliaba las ya de por sí mastodónticas fronteras del juego – que incluía dos regiones y dieciséis gimnasios: los de la región de Johto, y después los de Kanto – añadiendo animaciones para los Pokémon en combate, la posibilidad de elegir el género de nuestro personaje, una Torre Batalla con peleas más difíciles y dos tramas secundarias que tenían que ver con el legendario Suicune y el Pokémon Unown. Más tarde, Pokémon Esmeralda (2005) sirvió de expansión a Rubí y Zafiro (2003), y era incluso más ambicioso: tenía, entre otras cosas, batallas dobles – la que es, a día de hoy, la forma estándar de jugar en modo competitivo – y el Frente Batalla, un desafío post-game duro como pocos y cuya vuelta se suplica con ilusión cada vez que se desvela un nuevo juego de la saga.

Y quizás la nostalgia nos hace mirar a estas «terceras entregas» como la forma estándar que Game Freak tiene de ampliar sus experiencias, pero la verdad es que Pokémon Platino (2009) fue la última ocasión en el que la desarrolladora utilizó esta estrategia. A partir de la cuarta generación, se empezaron a buscar otras formas; tal vez el cambio vino de la mano del hecho de que estas versiones mejoradas siempre tendían a vender considerablemente menos que las entregas originales. Así, en la quinta generación, Pokémon Blanco y Negro (2011) no fueron sucedidos por el muy rumoreado Pokémon Gris, sino por algo totalmente distinto: Pokémon Blanco 2 y Negro 2 (2012) compartían escenarios, criaturas y algunos personajes, pero nos llevaban de la mano de una historia totalmente diferente. Así, el estudio se podía permitir mejorar e iterar sobre el contenido ya existente, pero también dar a los jugadores la sensación de estar jugando a un título totalmente nuevo. Comercialmente, sin embargo, sus siete millones de copias vendidas palidecían ante los 18 millones de Diamante y Perla, o los 16 millones de Blanco y Negro. Quizás como consecuencia a esto, Pokémon X e Y, las siguientes entregas, no tuvieron DLC o expansión de ningún tipo. Después, Sol y Luna (2016) continuaron con la trayectoria de la región de Alola en Ultrasol y Ultraluna (2017), versiones muy similares en la estructura general, pero que centraban sus esfuerzos en añadir contenido nuevo después de los créditos, para quienes quisieran alargar la experiencia un buen puñado de horas más.

Leer más…

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *