Análisis de Splatoon 3 – Una secuela solvente pero difícil de justificar

Además de pulverizar los récords de audiencia y volver a poner de moda los chándals de tactel a nivel mundial, quizá el mayor mérito del último fenómeno global de Netflix sea haber dotado de relevancia una disciplina que el mainstream suele ignorar: el diseño de juegos. Squid Game, el Juego del Calamar para el público hispanohablante, es game design puro y duro, y más allá del morbo sus grotescas pruebas de inspiración infantil y sangriento desenlace son un interesantísimo estudio del mismo principio que alimenta a obras maestras como Portal o Super Mario Bros, esto es, de como una base mecánica sólida soporta la iteración simplemente aportando nuevos contextos. La idea de base, sean las pistolas de portales o los desconocidos enfrentándose a siniestras pruebas de eliminación cuyas reglas ignoran de antemano, siempre es la misma, y es la constante variación en la manera de implementarla lo que mantiene las cosas interesantes. “¿A qué jugaremos mañana?”, suelen preguntarse angustiosamente los protagonistas tras sobrevivir a una nueva jornada, y esa es la clave. Con suficientes ideas y suficiente carne de cañón, con suficientes respuestas a esa pregunta, el juego podría durar para siempre.

Es un contexto que, de vuelta a los videojuegos, puede lograrse principalmente de tres maneras: mediante el propio diseño de los niveles (ahora hay plataformas móviles), mediante la alteración de las reglas que los gobiernan (ahora toca robar banderas) o mediante añadidos a esas mecánicas fundacionales (ahora Mario puede volar). La primera de esas vías seguramente sea la más elegante; como demostró de manera contundente Super Mario Maker, un suministro constante de mapeados de calidad podría convertir incluso a la primera aventura del fontanero en un juego virtualmente infinito porque saltar y esquivar obstáculos en esencia lo es. Sin embargo, y esta es la madre del cordero, si nos quedamos ahí siempre estaríamos hablando del mismo juego. Lo realmente espinoso aquí es dibujar una línea en la arena que separe lo viejo y lo nuevo, y navegar el concepto de “secuela” en un mercado que hace tiempo abandonó los discos y los cartuchos cerrados y puede de hecho alimentar de nuevo contenido a los juegos hasta que un ejecutivo decide que es hora de actualizar la numeración. Lo que quiero decir con esto es que tanto Doom 2 como Doom 3 llevan un número en la portada, pero su enfoque a la hora de intentar ganárselo es radicalmente distinto.

Splatoon 3, que nadie lo dude ni por un segundo, es de esa primera escuela. La del aluvión de mapas, la del compendio de pipas, la de una avalancha de contenido con la que sepultar la incómoda sensación de que esta vez Mario no se sabe ningún truco nuevo. Con una vocación enciclopédica similar a la de un Super Smash Bros. Ultimate y la promesa (cumplida) de que aquí no vamos a echar en falta ni un solo modo de juego, ni un solo complemento y ni un solo modelo de entintador, resulta difícil no ver a esta tercera entrega como algo muy cercano a la experiencia Splatoon definitiva, y en ese sentido el triunfo es casi total. Si Splatoon 3 sobrevive a su aparente falta de ideas (en un momento hablamos de eso) es porque como decía al principio unas bases mecánicas fuertes suelen soportar de manera sorprendente la iteración, y las de Splatoon siguen siendo prodigiosas. Su bucle más elemental, esas pistolas de tinta que empapan el terreno convirtiendo cada centímetro conquistado en una herramienta ofensiva en sí misma, sigue siendo una demostración de que el diseño de videojuegos es de hecho un arte, y un pequeño poema jugable que solo necesita de más contenido, de más contexto, para alimentarse. De ahí el conservadurismo, o lo que siendo un poquito más malos podríamos leer como tirar a tablero y sentarse a esperar que caigan billetes. Splatoon no está roto, y la vieja Nintendo (la nueva mucho menos) desde luego no tiene ninguna intención de arreglarlo.

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