Decía Forrest Gump en su infinita sabiduría que la vida es como una caja de bombones porque nunca sabes lo que te va a tocar, y no creo que haga falta escarbar mucho más para explicar el éxito de los roguelites. Si a muchos nos obsesiona el género es precisamente por su manera de manejar el factor sorpresa, y quizá por eso se han escrito tantos ensayos (aquí uno excelente, sin salir de esta santa casa) sobre su psicología y su habilidad para activar los resortes de la adicción. Ese “solo una partida más” que mueve el cursor de manera casi instintiva al botón de recomenzar es en el fondo la piedra angular de toda la experiencia, y aunque lo tentador sería intentar explicarla mediante la sensación de poder casi ilimitado que da una run realmente afortunada, creo que es un error. Una build rota se siente fenomenal y es muy divertida, sin duda, pero también es exactamente el tipo de desequilibrio que arruinaría la diversión en cualquier otro género. No. La clave está en otro lugar. La clave está en la muerte permanente. Si en los roguelikes disfrutamos de llevar una ventaja injusta, si la perseguimos activamente, es porque sabemos que un paso en falso significa decirle adiós. Y ese es el secreto: no es que morir implique perderlo todo. Es que morir implica poder conseguirlo de nuevo.
Eso es lo que te obsesiona, eso es lo que masajea el centro del placer de tu cerebro con una constancia y un ritmo con el que otros géneros solo pueden soñar. Si moldear con tus manos a un personaje, a su complejo entramado de habilidades y piezas de equipo, resulta fascinante en un RPG de decenas o centenares de horas, el roguelite te ofrece lo mismo en un plazo de 45 minutos. Es una dosis mucho más concentrada de la misma droga y por tanto un viaje mucho más adictivo, pero el problema es plantear un segundo chute igual de potente. Es donde entra en funcionamiento el factor aleatorio de este tipo de juegos, experiencias que si tienden al infinito y a la obsesión es por poner suficientes piezas móviles en juego como para que la combinación aleatoria de todas ellas se sienta siempre distinta. Y es, lamento decirlo, el muro con el que por el momento topa The Rogue Prince of Persia.
Y quizá esperar que no lo hiciera era esperar mucho, porque el juego aterriza en formato early access y porque nadie podrá acusar a Evil Empire, los papás de la criatura, de no haber avisado. Todos aplaudimos cuando lo hicieron, de hecho. Cuando avanzaron que el juego llegaría corto de contenido porque “el acceso anticipado no es una excusa para no sacar un producto pulido”, y eso es exactamente lo que han hecho. Centrarse en el acabado antes que en la escala, en la calidad antes que en la cantidad, hasta tal punto que el juego en ocasiones se siente como un Vertical Slice con el que convencer a Ubi de que la idea merece la pena. Y vaya que si lo hace: The Rogue Prince of Persia es, antes que cualquier otra cosa, un Dead Cells con parkour, una idea del millón que precisamente brilla más por su desvergonzada negativa a maquillarlo ni un poco. El juego no necesita diferenciarse a la fuerza, ni fingir que se trata de un concepto totalmente original cambiando lo que ya funciona, y por eso se siente todo el rato tan familiar. Ejemplos concretos hay a montones, como el funcionamiento de los portales de teletransporte o el funcionamiento de enemigos como el granadero, pero sobre todo es una cuestión de game feel, y un concepto de base: el de un metroidvania randomizado que pone tanto énfasis en el plataformeo como en el propio combate. Dead Cells es una institución por muchas cosas, pero en lo personal la más importante siempre fue el gustito que daba cada estocada. Afortunadamente eso no se ha perdido.