Análisis de Animal Crossing: New Horizons

Estas últimas semanas, y mientras el mundo colapsaba poquito a poco, yo estaba en otro sitio.

En una de esas serendipias que ni siquiera años de preparación podrían haber hecho encajar mejor que la pura casualidad, la sociedad se enfrenta a una crisis para la que no está preparada. Cierran los colegios, se colapsan los hospitales, hace un millón de grados fuera aunque estamos en marzo, y hay quien ya empieza a echar de menos salir, con normalidad, a tomar un café o unas copas con los amigos. Desde mi casa yo pesco carpas y recojo naranjas de los árboles de mi isla, siempre dispuestos a entregarme sus frutos sin que yo les ofrezca nada a cambio. Parece raro pensar que hubo un momento en el que era complicado explicar en qué consistía Animal Crossing: un espectador ajeno arquearía la ceja ante un simulador que, a tiempo real, nos insta a cultivar la tierra para pagar nuestra hipoteca, a hacer recados para nuestros vecinos y trasnochar para cazar un par de bichos que intercambiar por bienes o muebles para nuestra pequeña vivienda. Creo que en los años que han pasado desde el nacimiento de la saga – casi veinte, ya – la perspectiva de escapismo que propone ha pasado de ser algo excéntrica a estar extraordinariamente vigente.

Ante el horror de las ciudades, la sobresaturación del transporte público, la luz azulada del flexo de la oficina, el mundanal ruido de la urbe contemporánea, la propuesta de New Horizons es que hagamos borrón y cuenta nueva. En otras ocasiones, Animal Crossing ha apelado por los pequeños placeres de la vida rural, por vivir en un pueblo pequeñito con una comunidad modesta y un par de tiendas, pero tal vez la situación era ahora mismo demasiado extrema. En esta ocasión, nos mudamos a una isla desierta en la que, cuando llegamos, no hay absolutamente nada de la manera más literal: nuestro primer paso será, por necesidad, plantar nuestra tienda de campaña y acostumbrarnos a la nueva tierra que tendremos que convertir en un hogar.

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