Análisis de Final Fantasy VII: Rebirth – Un enorme parque de atracciones que quiere traernos de vuelta a 1997

Hay cierto acontecimiento que sucede en el segundo tercio de Final Fantasy VII (1999) que se considera, frecuentemente, como uno de los momentos más memorables e impactantes de la historia del videojuego. Es lo que durante muchos años ha monopolizado los debates, las bromas, las apelaciones a la nostalgia en internet y el lugar del título en la cultura popular; y es también, la verdad, una de las cosas en las que más pensábamos a la hora de ver cómo iba a desarrollarse esta entrega. Si Rebirth iba a corresponderse con el segundo disco del juego original de PlayStation, entonces tendría por necesidad que adaptar esa escena; y adaptar algo con tantísima carga, con tantísimo peso para el medio no podía ser sencillo o banal. Los fans especulamos sobre ello durante los meses antes de lanzamiento, los periodistas hablamos de ello constantemente en los viajes de prensa para probar el juego; debatimos y discutimos en nuestras conversaciones privadas o incluso en los comentarios de cada tráiler.

Supongo que, tal y como dice la sabiduría popular, a veces los árboles no te dejan ver el bosque.

A donde quiero llegar es que para generar una gran revelación, un increíble giro de guión, no sólo hay que establecer lo que sucede, sino crear un mundo, un universo, unos personajes que hagan que lo que está pasando nos importe. Al jugar Final Fantasy VII: Rebirth he entendido de verdad que, durante todas estas décadas, nos hemos estado fijando en la parte equivocada. El suceso, ese suceso, nunca había sido lo más representativo de esta parte del juego. Que el hecho no es tan importante como todo el camino. Y que la tarea de Rebirth es, de hecho, doblemente compleja: esa escena nunca jamás tendría el potencial de volver a encandilarnos, de hacer emocionarse a una nueva generación, si todo lo que lo rodease no fuese, como mínimo, igual de fascinante que cuando lo vivimos por primera vez en aquella PlayStation.

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