Análisis de Metroid Dread – Inteligencia espacial

Un clásico instantáneo. Un ejercicio de jugabilidad, reflejos y carisma en bruto al alcance de muy pocos. El diseño de toda la vida, el de lápiz, papel y hojas cuadriculadas acudiendo al rescate y demostrando que la pirotecnia pasa pero la inteligencia es eterna, y a la vez un juego dotado de un descomunal sentido del espectáculo. Las dos dimensiones reivindicándose, dejando por escrito que las plataformas que solo parecen inalcanzables siempre serán un pilar sobre el que construir catedrales. La prueba definitiva de que el diseño es el rey, y todo lo demás es ruido de fondo. Una nueva vara de medir para el género, y un rival casi insuperable para todos los que vengan después. El videojuego, en su esencia más pura, desnuda y bellísima.

Todo eso era Super Metroid, y ante un currículum así lo natural es acobardarse. Podría haber sido el caso de Mercury Steam, o incluso de una Nintendo enfrentada al papelón de su vida: continuar una de sus sagas canónicas casi treinta años después de aquel colosal impacto y concretamente a diecinueve de la publicación de Fusion, la última entrega numerada hasta nuestros días y una continuación quizá menos icónica, pero lo suficientemente brillante como para que nadie se hubiera atrevido a recoger el guante.

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