Cuando uno lleva un buen puñado de títulos de un género a sus espaldas, es inevitable terminar confiando en una serie de resortes que surgen de reglas no escritas en piedra. «Ese bloque es sospechoso, ahí hay una seta» o «en esta sala hay mucha munición, ahora viene un jefe final» son ejemplos de algo que nos resultará muy familiar a todos los jugadores. Limpiar mazmorras de esqueletos y goblins no es una excepción, puesto que los dungeon crawlers a la Diablo también siguen patrones que reconocemos a primera vista. Estadísticas, maná, equipamiento, mejoras, armas y un larguísimo etcétera de elementos comunes nos vienen a la cabeza cuando hablamos de un género que, en esencia, trata de repartir hostias, lootear y subir de nivel. Y aunque no solemos reparar en ello, uno de los elementos más llamativos de estas odas a los espadazos, los orcos y las bolas de fuego es la elección de nuestro personaje y su clase, y el temprano – e inquebrantable – juramento de lealtad que pronunciamos antes siquiera de comenzar la aventura.
Nobody Saves The World se pasa todo esto por el arco del triunfo.