Análisis de Pacific Drive – La angustia de llevar el coche al taller: el videojuego

Puede que suene a tópico, pero hay videojuegos que resultan muy difíciles de recomendar, bien sea por sus particularidades o porque requieren cierto esfuerzo por parte de quien se ponga a los mandos. Al igual que hay títulos que recomendaría con los ojos cerrados, otros requieren de una conversación más profunda con la persona que pregunta para poder tener una idea más clara de sus gustos, ideas o preferencias. Uno de los ejemplos más claros que se me viene a la cabeza es Death Stranding; es una de las mejores experiencias que he tenido en mi vida delante de la pantalla, si bien, al mismo tiempo, soy consciente de que a otras personas les puede resultar aburrido, porque básicamente es un juego de caminar de un lado a otro, y uno también pretencioso por la construcción de una narrativa que se recrea a la hora de posarse en la línea de la ambigüedad. De alguna forma ese mismo sentimiento lo he tenido mientras he jugado a Pacific Drive para poder escribir este análisis. En este caso, como en el juego de Kojima, va mucho más allá de recomendar o no, porque sus valores conceptuales, de diseño y, a fin de cuentas, sus particularidades, tienen una influencia mucho mayor que en la mayoría de propuestas. Por eso he decidido no ponerle ningún sello. Os lo voy a intentar explicar.

Pacific Drive hace bien todo lo que pretende y esto es un mérito que hay que darle a Ironwood Studios, un equipo formado en 2019 por varios veteranos de la industria, los cuales nos brindan en su ópera prima una obra valiente y arriesgada, con la que probablemente no terminen vendiendo millones de copias, pero con la que se han podido pegar el gustazo de hacer lo que quieren y como quieren, algo que no siempre resulta sencillo en una industria donde el resultadismo parece primar ante otros valores. Si bien los conceptos de gestión de recursos y supervivencia ya los tenemos bastante manidos, la diferencia aquí reside en que el verdadero protagonista de la aventura es un coche, que tendremos que usar para encontrar la salida de la denominada Zona de exclusión Olímpica, un lugar siniestro en el que estamos solos con nuestro aliado de cuatro ruedas y del que tendremos que escapar superando infinidad de adversidades en forma de fenómenos meteorológicos que nos forzarán a tener que pasar por boxes en más de una ocasión para tratar de salir airosos.

En este viaje por lo surrealista tendremos que hacer un ejercicio constante de gestión con el objetivo de tener más cercana la posibilidad de cumplir nuestro objetivo. Para ello, hay varios vértices sobre los que se sustenta el desarrollo. El principal es el de recolectar objetos y materiales que nos sirvan para mejorar nuestro bólido o repararlo si es preciso, que lo suele ser. Esto nos lleva a detenernos cada vez que ubiquemos una casa o un almacén para rapiñar con todo lo que nos encontremos; no es de nadie así que no hay que tener ningún remordimiento. Eso, al menos, es lo que nos dicen desde la radio las personas que, de alguna manera, tratan de ayudarnos y que sirven como desahogo puntual en una aventura en la que, tangiblemente, no tenemos otra compañía que la del vehículo. No voy a entrar en detalles sobre la narrativa para no estropear sorpresas, que las hay, pero sí diré que me ha transmitido sensaciones similares a las que tuve con Firewatch, donde también estas solo en un amplio escenario, pero te sientes constantemente observado y con al presentimiento de que todo va a salir mal.

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