Hay una secuencia que creo que resume a la perfección a Doom Eternal.
Imaginad un tiroteo lleno de enemigos. De repente, hace acto de presencia un Cacodemon, ese emblemático – y ciclópeo – enemigo de la saga. Si somos capaces de hacer que se zampe una granada o un explosivo, lo dejaremos tiernecito para una glory kill en la que el Doom Slayer le agarrará el ojo con todas sus fuerzas y se lo arrancará con tal saña que sonará como si alguien estuviera estirando un pato de goma hasta descorcharle la cabeza. Esa mezcla de brutalidad, gore, gamberrismo y autoconsciencia de la que hace gala Doom Eternal es una muestra de hasta qué punto esta id Software de 2020 tiene cogida la medida al material con el que trabaja y cómo está tejiendo un videojuego que no solo quiere ser digno heredero de los juegos que dieron origen a la saga, sino que pretende reclamar un puesto de honor dentro de la franquicia que sentó muchas de las bases del género.
Y es que desde los primeros compases se respira ese respeto por sus antecesores. La ambientación es exactamente la misma que la de Doom II: el infierno ha invadido la Tierra y, como no podía ser de otro modo, o nos hacemos cargo nosotros de la exterminación demoníaca o aquí no se encarga de esto ni dios. Por si fuera poco, cuando nos ponemos manos a la masacre, el comienzo es exactamente igual al del primer mapa de la citada obra maestra de id. Una habitación, tres-enemigos-que-pronto-serán-cadáveres y nosotros. Aunque aquí hay una pequeña diferencia: nuestra arma básica es la escopeta. Sacrilegio, ¿dónde está la pistola? Pues no lo sabemos pero, sinceramente, tampoco es que importe mucho porque, como todo buen jugador de FPS sabe, los shooters se miden por su escopeta. Y esta sigue siendo de calidad suprema. Así que, con estos mimbres, empieza un título en el que el combate sigue siendo sólido como una roca.