Tenemos que hablar de Phantom Fury

En contadas ocasiones, uno encuentra inspiración para escribir sobre videojuegos en los lugares más inesperados. Decía John Benjamin Toshack, laureado futbolista galés y entrenador de hilarantes frases lapidarias, que tras perder un domingo uno podía verse empujado a cambiar el once inicial de arriba a abajo. Conforme avanzaba la semana, ese impulso se iba rebajando día a día y, llegado el sábado, volvía a alinear a “los mismos once cabrones de la semana pasada”. Y es que al final, quieras o no, juegas con lo que más te conviene.

Como en un FPS con serios problemas de balanceo, que es, por cierto y ya que estamos, una de las cosas que le ocurre a Phantom Fury.

Esta secuela oficiosa de Ion Fury, desarrollada por Slipgate Ironworks para 3D Realms, prometía acción, boomin’shootin’ e ingentes cantidades de one liners por parte de Shelly “Bombshell” Harrison. Sin embargo, y a diferencia de su predecesor, su propuesta iba a alejarse del FPS a golpe de Build Engine que enarbolaba Ion Fury para encuadrarse en un sentido y constante homenaje a todo un referente como es Half-Life. Ambiciosa empresa, vive Gordon Freeman, y más aún si tenemos en cuenta la trayectoria de un estudio como es Slipgate Ironworks y su retahíla de títulos con grandes pretensiones y tropiezos de similar calado.

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