La séptima generación de consolas, la de Xbox 360 y PlayStation 3, es recordada hoy con cariño, entre otras cosas, por la cantidad de títulos de presupuesto medio cuya principal razón para existir era empujar los límites de lo que era posible representar en el videojuego. Mecánicas innovadoras, estéticas peculiares, narrativas complejas; elementos que hoy asociamos con los indies, pero que entonces venían empacados en presupuestos holgados, aunque no mastodónticos, por parte de equipos modestos, pero no minúsculos, que hoy resultan imposibles siquiera de concebir. Por eso llevamos desde la generación pasada viendo tanta remasterización, remake y resurrección de franquicias de esa época. Porque en un mundo donde o se es indie o un estudio grande parte de un conglomerado internacional, el verdadero riesgo solo existe en el pasado.
Entre esos juegos, el último en llegarnos, en forma de port para PC con una más que decente optimización, ha sido El Shaddai: Ascension of the Metatron. Un título que, si bien no fue un tremendo éxito de crítica o ventas, sí logró granjearse un pequeño grupo de seguidores que se enamoraron de su singular estética, sus arriesgadas decisiones mecánicas y una narrativa de una complejidad que muy rara vez podemos ver en el medio.
Para empezar, es innegable que la premisa no podría estar más lejos de lo que podríamos esperar de un desarrollador japonés. O de un desarrollador, en general. Inspirándose en El Libro de Enoch, uno de los textos apócrifos no aprobados por el Vaticano para conformar el canon bíblico cristiano, nos cuenta la historia de como una serie de ángeles caídos se aparearon con seres humanos, creando una raza híbrida, los nephilim, enfureciendo así a Dios, que decidiría cortar por lo sano con la creación y limpiar la tierra de pecado con un diluvio, conduciéndonos así al apocalipsis. En el juego, sin embargo, nosotros encarnamos a Enoch, que ya no es un escriba sino un ángel guerrero que va en busca de los ángeles caídos para llevarlos de vuelta al cielo, apresarlos por toda la eternidad y, con un poco de suerte, aplacar la inconmensurable ira de Dios.