Análisis de Monster Hunter Rise – Un Monster Hunter World portátil, con los sacrificios que eso conlleva

Una de las cosas que siempre me han llamado la atención de la franquicia de Capcom es la sencillez de su título. Su contundencia. Como Space Invaders, como Asteroids, o como esos videojuegos burdos y exagerados que se inventan en las películas, Monster Hunter no da rodeos ni pretende engañar a nadie con florituras innecesarias: es un juego de cazar monstruos y se titula como debería titularse un juego de cazar monstruos. Sin más. Un ejercicio de economía lingüística que habrá quien interprete como pereza, aunque yo me quedo antes con la precisión, y con la elegancia casi simétrica con la que define sus prioridades: a un lado el monstruo, al otro el cazador. Perseguidor y presa. En Monster Hunter es lo único que importa, y todo lo demás es ruido de fondo. Dudo que sea una casualidad.

Así ha discurrido siempre la saga, poniendo el foco por un lado en ese abultadísimo bestiario que aún así se las arreglaba para regalarle a cada uno de sus mastodontes un carácter, unas costumbres y una personalidad que iba más allá del combate, y por el otro en un cascarón vacío, nuestro avatar, que carecía de ella porque en el fondo no era más que un lienzo. Con un arsenal tan nutrido como radicalmente diferenciado, centenares de posibles permutaciones para las armaduras y un océano de sutilezas en lo tocante a las propias mecánicas de combate, había Monster Hunter para rato sin necesidad de abarcar mucho más que ese ritual que eran sus enfrentamientos, pero Monster Hunter World, volviendo a hacer uso de una literalidad casi desarmante, se atrevió a introducir un tercer elemento: el monstruo, el cazador, y el mundo.

Se ha hablado mucho de cómo la última entrega buscaba seducir al público mayoritario que brindaban las consolas de sobremesa con una receta algo más accesible, pero quizá no lo suficiente de cómo aprovechaba ese subidón de potencia para aportar un contexto a esos dos eternos protagonistas. Y no hablo solo de gráficos, aunque por descontado eran despampanantes: hablo de la territorialidad de las bestias, de la cohesión de unos mapeados que por fin recordaban más a una jungla que a un tablero del Risk y del comportamiento de una fauna viva y reactiva que parecía existir incluso a pesar de nosotros; el mundo de Monster Hunter World ya no era un decorado, sino un ecosistema complejo y deliciosamente emergente más que capacitado para mandar cualquier plan al traste porque un depredador incluso más peligroso que tú mismo decidía aparecer en escena, y quizá por eso el foco ya no estaba solo en la caza, sino también en lo que sucedía antes: en unas monstruosas huellas dibujándose sobre el fango, en un rastro de sangre fresca, en un nido rodeado de crías. No en el cazador y la presa, sino en el cazador acechando a su presa.

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