Aguantar un cuarto de siglo al pie del cañón y como una de las franquicias más reconocibles y populares de la industria del videojuego no es tarea fácil. De esto sabe mucho Capcom con Resident Evil, un hito que desde su estreno 1996 ha sufrido algunos altibajos (*ahem*, Resident Evil 6), pero que sin duda ha tenido la capacidad de renovarse paulatinamente para mantener intacta su vigencia. En todo este tiempo la que quizás haya sido su mayor renovación fue la sufrida en Resident Evil VII (2017), donde a la compañía japonesa no le tembló el pulso para apostar por un terror de corte más intimista y un polémico cambio de perspectiva, pasando de la tercera a la primera persona, que sigue coleando a día de hoy entre los fans. Con Village, la octava entrega de la saga principal, Capcom redobla esta apuesta, pero refina la fórmula del último juego añadiendo más acción, setpieces más espectaculares y recuperando elementos de uno de los grandes momentos de gloria de la franquicia, el clásico Resident Evil 4 de Shinji Mikami.
Como secuela directa, Village comienza unos años después de Resident Evil 7 y vuelve a tener a Ethan Winters como protagonista principal, en esta ocasión viviendo junto a su familia en un lugar sin especificar de Europa del Este. Lógicamente esta (no tan) idílica situación se va al traste en los primeros compases de la aventura, y Ethan acaba perdido en un extraño pueblo perseguido por una especie de culto sobrenatural (una disfuncional familia Manson de vampiros y hombres lobo liderados por Madre Miranda) tratando de encontrar a su hija secuestrada. Entrar en muchos más detalles nos acercaría peligrosamente al peliagudo terreno de los spoilers, pero sí debo decir que a nivel de trama es quizás donde esta nueva entrega presenta – para mi gusto – más problemas. Nunca llega, menos mal, a los límites ridículos de Resident Evil 6, pero sí hay una inequívoca sensación de que en ocasiones la cosa se va de las manos y bordea de forma arriesgada la comedia de aventuras™, con alguna secuencia en la que uno no puede evitar pensar que se excede la suspensión de incredulidad. En el fondo también hay que reconocer que no deja de ser algo que siempre ha estado presente en una saga que ha manejado innumerables influencias y clichés, pero sorprende tras la sobriedad de la séptima entrega.
Esto quizás sea una consecuencia inevitable para un juego que aumenta en tamaño y escala, y en el que también se aprecia una clara intención por parte de los desarrolladores de ofrecer una experiencia más variada y completa, que brilla en su primera mitad pero decae un poco en la segunda. La aldea que actúa como nexo principal está rodeada de varios lugares (el castillo Dimitrescu, la mansión Donna Beneviento, un molino y una fábrica) controlados por los secuaces de Madre Miranda, teniendo cada uno de ellos un enfoque bastante diferenciado. El castillo, por ejemplo, es un juego del gato y el ratón con Lady Dimitrescu y sus tres hijas, mientras que la parte del molino juega más a los puzles con elementos del escenario y la mansión con la narrativa ambiental y los resortes del terror.