Cuando uno se para a pensar en cuáles son los grandes géneros de “El Videojuego” – así, a lo bruto y con mayúsculas -, suele ocurrir que lo primero que nos viene a la cabeza son los clásicos ineludibles: los saltos de Mario, un tiroteo del Doom, una pachanguilla deportiva – tanto da FIFA o Pro como NBA, NHL o Madden – o la carrera de coches de turno. Sin embargo, y por mucho que nos apasionen, los metroidvania no están todavía en esa categoría. Para la mayoría de los jugadores, estos hijos bastardos de las plataformas y la exploración aventurera no forman parte de ese Olimpo videojueguil al que sólo pueden acceder los títulos que pertenecen a los géneros consagrados. Y si tenemos en cuenta la cantidad de años que han pasado desde la publicación de aquellas obras maestras que acuñaron el término que hoy empleamos con tanta alegría – me refiero, claro está a Castlevania: Symphony Of The Night (1997) y Super Metroid (1994) -, uno pensaría que la estampa de Alucard o la de Samus Aran deberían de haber obtenido la relevancia pop de otros iconos del medio.