Análisis de Captain Tsubasa: Rise of New Champions – un divertidísimo culebrón deportivo en el que el fútbol es lo de menos

Como entiendo que nos sucedería a muchos hijos de los ochenta, mi primer contacto con el deporte rey tuvo dos vertientes hasta cierto punto irreconciliables. La primera, la oficial, la que contaba con el beneplácito de mis abuelos y buscaba inculcarme un sano forofismo que me permitiera vivir en sociedad y hacerme del Real Madrid como las personas normales, tuvo lugar los domingos por la tarde, de la mano de mi padre y en las gradas del estadio de El Sardinero. El hombre siempre puso todo su empeño en hacerme ver que aquello era una cosa fenomenal y que lo suyo era vivirla como la vivían los mayores, con el ímpetu de los otros cuarenta mil parroquianos que vociferaban a nuestro alrededor: gritando bien fuerte, perdiendo las formas y los papeles cuando el señor de negro nos sacaba una cartulina amarilla y celebrando hasta el delirio cada triunfo de aquellos once muchachos fornidos y generalmente con bigote (odio eterno al fútbol moderno, ya sabéis) que se estaban jugando el ascenso, algo que por algún motivo también era muy importante.

He de decir que se lo agradezco, porque guardo inmejorables recuerdos de los bocadillos que preparábamos cuando tocaba partido de copa y sobre todo porque a día de hoy a mi padre el fútbol le trae sin cuidado y en el fondo siempre he sabido que todo lo hacía por mi. Pero había un problema. En todos esos partidos, en todas esas eliminatorias a vida o muerte, incluso en todas aquellas visitas de los equipos ricos que paralizaban la ciudad porque iba a venir algún brasileño, nadie se digno a ejecutar un solo tiro del águila. Voy más allá: si alguien se lesionaba se lo llevaban en una camilla y ya. No había drama, no había juramentos mirando al cielo, no había capitanes que permanecieran en pie desoyendo los consejos del equipo médico porque ese partido iban a ganarlo. Entiendo que un cruce intrascendente contra un equipillo de provincias en la tercera jornada quizá no era el lugar para este tipo de cosas, pero creo que algún balonazo atravesando la red y dejando un cráter humeante en un cartel de Martini no era pedir demasiado.

Todo esto sí sucedía en la tele, en Japón, en los partidos que enfrentaban a un puñado de mocosos que ni siquiera tenían edad para salir en el Marca, y creo que por eso me gusta el fútbol. Que en los patios de colegio de entonces a nadie le interesase ser Butragueño pero hubiera bofetadas por encarnar a Mark Lenders debería dar la medida del impacto de una serie, Campeones u Oliver y Benji según el día, que en el fondo se limitaba a hacer lo que siempre ha hecho el anime: tomar una temática cualquiera (las artes marciales, el béisbol, la mitología griega, echarse una novia en el instituto), quedarse solo con lo magro y con lo que mola y exagerarlo hasta el infinito. Campeones era imaginación y delirio, eran catapultas infernales y chilenas de fuego en el medio campo y sobre todo eran adolescentes que no iban a rendirse por minucias como un puto infarto, y por eso cuando más tarde llegaron los videojuegos de fútbol la cosa seguía sabiendo a poco. No me entendáis mal: le tengo el mismo cariño a Super Soccer que cualquier hijo de vecino, pero supongo que no soy el único que jugaba con Argentina pero imaginaba que el 7 era Oliver Atom.

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