Análisis de Ghostwire Tokyo – Un mundo fascinante y un combate que se agota rápido

Nunca he tenido la suerte de visitar Tokio, pero alguna parte de mi cerebro, inconscientemente, se siente como si ya hubiese estado allí. Sé que no es una percepción real, pero el pequeño fetiche que el videojuego tiene con la capital japonesa me ha hecho razonablemente familiar con sus lugares emblemáticos, con su paisaje y con la peculiaridad del trazado de sus calles. Tokio – y, en concreto, la zona de Shibuya y sus alrededores – suele caracterizarse en sus representaciones ficticias por un bullicio muy notable, un vaivén de personas, pensamientos y prisas que se extienden por toda su geografía. Es lo que se nos viene a la cabeza si pensamos en sentarnos en el tren abarrotado de Persona 5, camino de clase, o en hacer morder el polvo a decenas de macarras en la Kamurocho de la saga Yakuza. El Tokio de Ghostwire: Tokyo, sin embargo, está vacío.

Al principio de la trama del juego, un misterioso suceso ha hecho que todos los habitantes de Tokio desaparezcan. La única excepción es nuestro protagonista, Akito, que en el momento en el que sucede la debacle es poseído por una especie de espíritu. Cuando ganamos el control del personaje, nos encontramos con que unos extraños monstruos, los visitantes, han tomado la ciudad y pululan por ella generando corrupción psíquica en determinadas áreas y absorbiendo las almas de las personas desaparecidas. Después de un poco de desconcierto, K. K., el espíritu con el que ahora compartimos cuerpo, nos presta las habilidades que serán nuestra mejor baza durante toda la aventura para enfrentarnos a estos monstruos. Nuestro arsenal consistirá, durante casi toda la partida, en disparos de éter de distintos tipos – agua, fuego y viento -, talismanes que generan distintos efectos, como el de inmovilizar a los enemigos, y un arco mágico que se parece sospechosamente a un arco normal y que será, casi siempre, nuestro último recurso.

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