Avance de Banishers: Ghosts of New Eden

Podría parecer un detalle menor, pero una de las primeras cosas que me llamó la atención de este Banishers fue su manera de resolver la escalada. Como buena aventura de acción contemporánea, en Banishers hay un fuerte componente de exploración que suele implicar ascender de cuando en cuando por paredes de roca viva que alguien ha tenido a bien señalizar con pintura amarilla, pero no es tanto el qué cómo el cómo. Es el ángulo tímidamente contrapicado que toma la cámara mientras progresamos, es la pesadez de un ascenso que transmite más fuerza bruta que agilidad, es incluso la configuración de los salientes y el aspecto crudo y hostil de la propia roca. Si os suena a God of War es porque es la escalada de God of War, y diría que la verdadera miga aquí ni siquiera está en que se trate de una decisión consciente. Está en los nulos esfuerzos por maquillarlo.

Y es que todos los videojuegos son al final una suma de sus influencias, pero algunos lo son más que otros. O al menos algunos están más dispuestos a sacar pecho, a no ruborizarse y a potenciar todas esas similitudes delatoras que perfectamente podrían haberse evitado, porque en un juego en el que el combate es una traslación 1:1 del molde de Santa Mónica, en el que el backtraking funciona igual y en el que hasta las descripciones de los objetos recuerdan poderosamente a los menús de God of War 2018, fusilar también la escalada solo tenía sentido si la intención era mandar un mensaje: que Banishers no rehuye las etiquetas, que busca activamente ciertos titulares y que pertenece a la misma escuela que el reciente Lies of P; la de los juegos que transitan con éxito la fina línea entre el plagio y el homenaje, y la de las bandas tributo que no son lo mismo porque jamás podrían serlo pero que joder, suenan como un cañón.

Y esa es la clave: si Banishers busca activamente la comparación con Kratos, si no se arruga ante la perspectiva de llenar esa camiseta, es porque lo que ha distinguido toda la vida a los clones de los “herederos espirituales” es la calidad, y si no que se lo pregunten a Fortnite. O a Mario + Rabbids. Y esa es la segunda sorpresa, la punzada de incredulidad que llegó tras esa primera media hora de condescendiente búsqueda de diferencias: que el juego no había necesitado mucho más para comenzar a atraparme en serio. Que era un God of War doble A en forma, en fondo y en intenciones, pero que también ponía sobre la mesa una historia y unos personajes con gancho, amén de un buen número de mecánicas de cosecha propia con las que sacar partido precisamente de eso: de ser un God of War doble A. De poderse permitir levantar el pie del acelerador. De no necesitar ser espectacular todo el rato.

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