El primer juego que jugué en mi Nintendo Switch – la original, la de 2017 – fue, como el de tantos otros, The Legend of Zelda: Breath of the Wild. El impacto que me generó ver un mundo tan amplio, tan complejo, y con tantas capas dentro de una consola portátil sigue vivo en mi memoria todavía. Pero Breath of the Wild, incluso ya en aquel entonces, ponía a la híbrida al límite: se trataba, a fin de cuentas, de un título intergeneracional que también salió en Wii U, y son bien sabidos los problemas de fotogramas en ciertas áreas y en combates concretos o en situaciones de combate complejas. En el momento, no importaba mucho, porque la propuesta no era ni un poco menos impresionante por ello. Pero es cierto que, pasados unos años, y después de que la consola albergase absolutas monstruosidades técnicas como Xenoblade Chronicles 3 o el port de The Witcher 3,empezaban a sonar las primeras voces que ansiaban una versión nueva.