Análisis de Summer in Mara

Todo empieza con una isla, y con una niña. Aún no las conocemos a ninguna de las dos, pero el juego ya nos transmite una sensación de familiaridad muy específica. Quizás viene de que hemos pasado gran parte de este año pensando en islas, reales o virtuales, pero también hay parte de que Chibig, el estudio responsable de Summer in Mara, ha tomado parte de las mecánicas y el universo de su anterior título, Deiland, para esta nueva aventura.

No lo digo como algo malo, ni mucho menos: el juego es un simulador social y de agricultura en el que interpretamos a una niña llamada Koa. Supongo que, en una primera aproximación – en la misma línea de pensamiento que lleva a llamar «Zelda» al Link de The Legend of Zelda a los menos legos en la materia – nos veríamos tentados de pensar que esta niña, piel morena, lacito rosa en el pelo, es la «Mara» de la que habla el título. Pero, a diferencia de Link, la personalidad de Koa llama tanto la atención desde un primer momento que cometer este error parece casi imposible. A lo que nos hemos querido dar cuenta, sus lógicas, su forma de hablar y su particular extroversión ya nos han dejado huella, y allí ya no hay vuelta atrás.

En los primeros compases de Summer in Mara se nos enseñan las mecánicas básicas de lo que será una de las piedras angulares del juego: el cultivar y mejorar nuestra isla. Aquí, en esencia, hay muy poco que difiera tanto de Deiland como del resto de juegos que siguieron la estela de Harvest Moon: plantamos semillas, las regamos, y esperamos a que crezcan pasando un número concreto de días in-game. Podremos, también, recoger fruta y otros enseres de los árboles, talarlos para obtener madera, picar piedra para obtener minerales, realizar ofrendas a la deidad de la isla o pescar, entre otras cosas.

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