
Aparentemente ajeno a la confrontación entre dos clanes rivales que ha prendido fuego a buena parte de la costa de Gran Bretaña, el pequeño poblado de Nortwic es un hervidero de vida. Bajos sus murallas, sobre el barro de sus callejuelas, en sus mercados y a las puertas de sus modestos templos los niños siguen persiguiendo gatos, los pescadores anuncian a voz en grito la captura del día e incluso hay quien encuentra tiempo para perderlo en una partida de dados regada por demasiada cerveza. Es lo que tiene la paz. Incluso una mujer como Eivor, endurecida por el peso de demasiadas cicatrices y demasiada responsabilidad, podría acostumbrarse a esto, y por eso aunque el tiempo apremie decidimos alargar por un rato el paseo. Regateamos con los comerciantes, charlamos sobre caballos con una niña envuelta en harapos, y justo al final, cuando ascendemos la escalinata que lleva al santuario del malogrado rey Edmund, un sajón de aspecto cetrino surge de entre la sombras y se interpone en nuestro camino. Lo bueno nunca puede durar, pensamos, pero esta vez no será necesario echar mano de la maza que llevamos colgada del cinto. «Seguro que sabes hacer diabluras con eso, pero dudo que tengas el mismo talento para la palabra», le espeta el hombretón mientras sopesa en la mano una bolsa con unas cuantas monedas. Efectivamente, en Assassin’s Creed Valhalla hay batallas de rap.
Al menos son unas batallas elegantes, porque aquí nadie le echa en cara al contrario que lleve la gorra mal puesta o haya estudiado en un colegio privado. Lo que sucede a continuación, un intercambio de pullas en rima consonante recitadas con esa ampulosidad con la que se hacían las cosas entonces, no pasa de ser un minijuego inocente y una secuencia de decisiones bastante sencilla que por desgracia no deja lugar a los chistes sobre tu hermana. Aún así habrá quien quiera ver aquí un homenaje a Monkey Island, ignorando quizá los desesperados intentos por mantener el tono de un juego que quiere contarnos una historia muy seria sobre vikingos leídos pero que sobre todo está obsesionado por ofrecernos cosas que hacer. Un juego que a tenor del contenido mostrado en la demo, una sección de unas tres horas que apenas dio para completar tres misiones de la rama principal contenidas en una única región del mapa, ya se adivina amplísimo, y que como digo recoge el testigo de Origins y sobre todo del excesivo Odyssey a la hora de alfombrar cada aldea y cada núcleo urbano con decenas de pasatiempos irrelevantes. Más tarde incluso tendremos ocasión de presenciar una boda, disfrutar del banquete, agarrarnos un ciego de esos de darle la mano al mismo dos veces y competir en un desafío de tiro con arco sin apenas poder mantenernos en pie, y aunque todas estas actividades son divertidas por separado, el espíritu de parque temático del medievo (algo a lo que la serie no parece dispuesta a renunciar pasen los años que pasen) le acaba restando algo de gravedad al asunto.
Y es una lástima, porque más allá de los minijuegos de beber cerveza de manera suicida (quizá el mejor uso que se le haya dado jamás a un medidor de equilibrio), la historia que este Valhalla intenta contar apunta maneras. Resulta difícil sacar conclusiones porque como digo la demo nos plantaba en un punto indeterminado del argumento sin perder el tiempo en presentaciones, pero un par de cabos sí podemos atar: encarnamos a Eivor, la mencionada guerrera (o guerrero, porque la posibilidad de elegir género para el protagonista se mantiene) a los mandos del clan del cuervo, y entre nuestros aliados se encuentran Oswald, un voluntarioso pero inexperto aspirante al trono de Anglia Oriental, y una doncella vikinga con la que aspira a desposarse para traer la paz a esas tierras. La tormenta política es de envergadura, y nuestro papel, el del extranjero dialogante y bienintencionado que desaprueba los sanguinarios métodos de otros clanes y tan solo busca la coexistencia pacífica, nos granjeará enemigos en ambos lados de la trinchera: los ingleses desconfían, los bárbaros del clan de Rued quieren nuestra cabeza en una pica… Eran tiempos difíciles.